martes, 19 de marzo de 2013

EL MILAGRO DE LA CONCIENCIA


Y la conciencia se materializa como un milagro. A veces.


Hasta entonces, caminamos irremediablemente como autómatas repitiendo formas de actuar, de reaccionar, de comprender, de tomar iniciativas. Somos poco más que robots que fueron programados y que no actúan por fuera de esa programación.


Y es comprensible. Somos aplastados desde muy temprano por el infinito peso de nuestro árbol genealógico. Mandatos, instrucciones, miedos, tabúes, introyectos de todos los colores y sabores se nos manifiestan de manera directa e indirecta, los mensajes son explícitos o vienen camuflados en miradas y reacciones. Esos son los peores.

Sin darnos cuenta, somos adiestrados en viejas formas que datan de tiempos inmemoriales. La presión del árbol resulta excesiva para los niños que somos. El instinto básico de libertad y realización sucumbe ante la necesidad primaria de ser mirados para sobrevivir. Entonces nos convertimos en todo aquello que nuestros padres quieren ver en nosotros. Así se cumple la maldición del árbol. Asi compramos el billete a la infelicidad, sin retorno garantizado. Nos convertimos en inconsciencia ambulante. El pronóstico es reservado.

El peso del árbol se alía con el peso de todos los árboles. Eso que llamamos sociedad y cultura. Caminamos cargando toneladas. Nos arrastramos en las sombras de nuestra propia miseria. Nos quejamos, nos resignamos y nos volvemos a quejar.

Nos oímos pronunciar una y otra vez “así es la vida”, “ más vale malo conocido”. Rescatamos el sufrimiento como un fin, una búsqueda necesaria para tener en la vida eterna todo lo que nos es privado en la vida finita. Tenemos el látigo a mano y no dudamos en usarlo. Hay que escarmentar malos pensamientos. La felicidad es pecaminosa, sospechosa, indeseable.

Quisiéramos ser felices pero no hacemos una sola cosa en pro de ello. Más bien, hacemos de la infelicidad una disciplina. Todas nuestras acciones diarias van en pro de alejarnos de nuestro ser, de repetir acusaciones y señalamientos, de desencontrarnos de todo y de todos, de encontrar la esterilidad en medio de tanta abundancia.

Un buen día, quizás, por accidente nos tropezamos con el despertar. A veces derivado de una profunda crisis, a veces por una sagrada inspiración. A veces simplemente estamos listos y nos es permitido ver. La ventana de nuestra habitación milenaria se abre con un golpe de viento y vemos el mundo. Allá afuera están los árboles y las montañas, están las personas. El viento sopla en nuestra cara y por primera vez, nos sentimos vivos.

Entonces, somos conscientes y por fin podemos acceder a lo que nos fue negado y que hace parte de nuestra esencia. La posibilidad de elegir, de ser dueños de nuestra vida, de escoger nuestro destino y cargar únicamente con lo que nos pertenece. Podemos entonces devolver al mundo lo que es del mundo. Podemos entonces vestirnos de los colores que nos gustan, aunque no combinen. Podemos entonces ser definidos por nada más que nosotros mismos y nuestras propias circunstancias. Podemos entonces, y sólo entonces, acceder a nuestra divinidad.

Cuando la forma se va cayendo, inevitablemente aparece el fondo. Y en el fondo de nuestra esencia humana sólo hay luz y potencial. La infinitud se abre paso ante la limitación. El robot programado que fuimos va dejando espacio al torrente de la vida que brota de nuestras entrañas.

Así, entonces, la conciencia se materializa como un milagro. A veces.

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