“No hay buenos terapeutas, hay buenos pacientes”
Erving y Miriam Polster
Recientemente tuvimos la suerte de tener de invitada en el CGS
a Loretta Cornejo. Cuando la llevaba al aeropuerto a que tomara su vuelo de
vuelta a Madrid, aproveché esos invaluables minutos de trancón para indagar
sobre su historia en el mundo de la Terapia Gestalt.
Entre las muchas cosas que me contó, destacó su experiencia con
Erving y Miriam Polster en el centro de gestalt de San Diego, California, en el
que estudió. Me habló de su calidad humana y de su entereza profesional (en
últimas estas dos cosas en gestalt no se diferencian). Y entonces mencionó la
frase que inicia esta entrada contándome cómo la repetían con frecuencia.
Escuchar esas palabras me generó escozor e impacto. Si no hay
buenos terapeutas (o como lo entiendo yo, no importa que tan buenos sean)
entonces ¿para que trabajo día a día?
Es inevitable entender el oficio del terapeuta como se entiende
cualquier otro oficio en nuestra sociedad. Primero se estudia, luego se estudia
un poco más, luego se practica y con el tiempo de práctica y estudio, pues uno
se va volviendo “bueno”. Según lo bueno que se sea, se obtiene reconocimiento
social y bienestar económico. Punto.
Sin embargo, yo ya vengo por un tiempo reflexionando acerca del
rol del terapeuta. Tengo la fortuna de ser acompañante de procesos de formación
en Gestalt y eso me impone revisar todos los días mi rol como profesor,
formador, terapeuta y por supuesto, aquello que transmito a futuros terapeutas
gestálticos y gestaltistas que formamos.
Así que pronto me di cuenta que el escozor tenía que ver con
soltar el lugar tradicional de creer que mi trabajo pasa sobre todo por lo que
yo haga y cuán bueno sea en ello y pasa más por el deseo ardiente que tiene la
persona que viene al consultorio de trabajarse, sanarse, trascenderse.
Infinidad de veces me he encontrado con pacientes que como
decía Fritz Perls, esperan que seamos magos que batimos nuestra varita mágica y
los transformamos de sapos a príncipes. Esperan que la transacción consista en
que haciendo un desembolso económico, el profesional en frente esté capacitado
para curarlo de todos sus males y despojarlo de sus pesadillas. Como si
fuéramos un pintor que pasa una capa de pintura blanca impoluta sobre las
manchas negras y marrones de sus vidas.
Nuestro trabajo, creo yo, consiste fundamentalmente en intentar
acompañar con presencia absoluta e interés indiscutido en el proceso del otro
así como en tener la experiencia y entrenamiento en detectar sus modos
habituales de evasión y poder frustrarlos. Una y otra vez. Más allá de eso, nuestra
principal responsabilidad pasa por hacernos cargo de nuestros propios procesos
y ser incansables en nuestra propia trascendencia.
El resto, todos los avances, los rompimientos, los pasos dados,
dependen única y exclusivamente del paciente y de su deseo profundo de llegar a
lugares nuevos en su vida. La hora de terapia a la semana, no es más que un
lugar protegido de ensayo, un espacio que se presta para hacer conciencia y
sumergirse en la mirada interior. La vida ocurre afuera del consultorio y sólo los
que s e atreven a llevarse la conciencia alcanzada en consulta a su vida,
tienen la posibilidad de alcanzar esos lugares tantas veces deseados y tan
pocas veces conseguidos.
Así que creo que no somos tan importantes y trascendentales. El
terapeuta que cree que en sus manos está la cura y redención de sus pacientes
está equivocado. El que cree, desde un ego inflado, que tiene la santidad y
maestría para solucionar e iluminar la vida de sus consultantes, cayó en la
trampa del poder. Desde su necesidad de ser mirado y admirado, vende salvación
y genera seguidores que lo miran como el mesías. Esto, por supuesto, lejos de
ayudar al paciente a pararse sobre sus propios pies, genera en él una
dependencia que se constituye en un elemento obstaculizador de sus procesos de
vida. El terapeuta sigue en su falso pedestal y el paciente en una miseria aún
más profunda de aquella con la que llegó.
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