martes, 9 de abril de 2013

UN CAMINO

Con frecuencia les digo a alumnos y consultantes que el Ego es un maestro de los disfraces. Así lo creo. Una de las equivocaciones más frecuentes con respecto al Ego es asociarlo con cierto tipo de conductas. Como si el ego siguiera una modalidad de comportamiento y fuera así, fácilmente identificable. El ego entonces es asociado con egoísmo, vanidad, sensación de superioridad, afán de protagonismo y en general, con todas las conductas que busquen realzar a la persona con el único objetivo de ponerla a la vista del mundo.

Ojalá! El ego en sus manifestaciones quizá más infantiles, se caracteriza por las conductas antes descritas. Pero en la medida que vamos desarrollándonos y creciendo en un camino de conciencia, el ego va tomando formas mucho más sutiles y sofisticadas. Así, se disfraza de monje Zen si eso le garantiza su existencia. Puede tomar todas las formas necesarias y adquirir diferentes discursos. Por supuesto, puede adquirir también la forma de gestaltista. Lo digo porque lo se, lo he vivido. He pasado y sigo pasando mucho tiempo amarrado a formas egoicas complejas que al final, no son más que mi carácter disfrazado de gestalt.

Así, aunque resulta paradójico e inexplicable, las diferentes escuelas de desarrollo personal que promueven la integración en vez de la división, que buscan la trascendencia a partir de la comprensión y vivencia de que somos parte de un todo amplio y sagrado, que critican del mundo la polarización y la guerra, en muchas ocasiones y de manera sistemática terminan convencidos de que su camino es el correcto y señalan otros caminos como inválidos, insuficientes, incompletos. Por alguna razón terminan creyendo que por alguna mágica razón (o muchas racionales) su propuesta es mejor, más completa, superior. De esta manera tenemos muchos egos GIGANTES disfrazados de escuelas de Reiki, meditación, psicología transpersonal, chamanismo, gestalt. 

Esto, creo yo, ocurre cuando después de un pedazo de camino y de quizá muchos descubrimientos, encontramos información trascendente dentro de nosotros y experimentamos liberación y bienestar. Desde el ego entonces nos convencemos que llegamos a la tierra prometida de la sabiduría interior. Y lo que antes fue ensayo y libertad, se convierte en una nueva ortodoxia encadenada. Creemos que ya lo descubrimos todo, que alcanzamos un gran nivel de maestría interna. Y entonces podemos empezar a vender ilusiones de salvación. No nos convertimos más que en pastores de rebaños más sofisticados que los que atienden las iglesias y mezquitas.

En poco tiempo, quizá construyamos completas industrias del desarrollo personal. Lugares “sagrados” en donde entras uno y sales otro. Entras caminando y sales volando por las nubes de la conciencia y la realización. Lugares en los que te hacen creer que encontraste el lugar correcto y que tomaste el camino adecuado. No hay ninguno mejor.

El problema es que muchas personas, ante su necesidad de creer en cualquier cosa, se creen eso. Convierten entonces su terpaeuta o escuela, en la pastilla contra todos sus males. Fabrican un mundo artificial dentro de esas paredes que son incapaces de llevar al mundo de afuera. Tocan y son tocados, miran y son vistos, escuchan y son escuchados. Afuera, generalmente cambia poco o nada. Peor aún, si esa escuela desaparece o son expulsados de ella, se sienten abandonados, perdidos, desarraigados y sin un lugar en el mundo.

En la creencia de que por fin encontramos la verdad revelada, pasamos a venderla. Y no vendemos más que la mentira que nos creímos y no tenemos coraje de desmentir. Pues hacemos de eso un modo de vida. Aprovechamos la necesidad fundamental que tenemos todos los seres humanos de pertenecer y les ofrecemos un oasis. Cuando la persona se acerca, quizá no encuentre más que un espejismo lleno de arena y promesas.

Cuantas veces no he sido yo el que compra promesas. Cuantas veces no he tenido la tentación de venderlas. Cuantas veces no he caído en esa tentación.

Por ahora, no he encontrado más antídoto que trabajar constantemente en la comprensión de que mi camino es particular y propio. Que quizá algo de lo recorrido por mi, sirva a otros y si es así, maravilloso. Eso es, en algún sentido, pasar la riqueza infinita de la experiencia y no vender dogmas y fórmulas de autenticidad y verdad. Como hacen los abuelos o los padres cuando cuentan sus historias. Los niños las escuchan y se nutren naturalmente. Luego emprenden y construyen su propio camino.

Por eso, aunque me considero gestaltista, entiendo la gestalt como una experiencia que por casualidad o divinidad, me ha dado un espacio de exploración y crecimiento. Y sin pretender entenderlo todo, me convierto a mi y al CGS en canales de transmisión que ofrecen una mirada y una alternativa que servirá en mayor o menor grado a las diferentes personas que se acerquen.

La Gestalt es un enfoque maravilloso, o por lo menos lo ha sido para mi. Eso no significa que sea la única posibilidad ni la mejor. Significa que a mi me sirve y que desde ahí quizá le sirva a muchas de las personas que se acercan. Quizá no.

Quiero soltar los afanes de mi ego de ser mejor o tener la propuesta más completa. Quiero desligarme de la necesidad de ser mirado y admirado. Quiero dejar de exigirme tanta excelencia y buscar más presencia y conciencia. Quiero construir una vida y un centro móvil, flexible, siempre creciendo y reinventándose. No quiero sabérmelas todas. No quiero construir mi vida desde la aceptación del otro y después ser esclava de la misma. Quiero, el últimas, aceptar la Gestalt como simple y llanamente, un camino.

jueves, 4 de abril de 2013

LOS "BUENOS" PACIENTES


“No hay buenos terapeutas, hay buenos pacientes”
Erving y Miriam Polster


Recientemente tuvimos la suerte de tener de invitada en el CGS a Loretta Cornejo. Cuando la llevaba al aeropuerto a que tomara su vuelo de vuelta a Madrid, aproveché esos invaluables minutos de trancón para indagar sobre su historia en el mundo de la Terapia Gestalt.

Entre las muchas cosas que me contó, destacó su experiencia con Erving y Miriam Polster en el centro de gestalt de San Diego, California, en el que estudió. Me habló de su calidad humana y de su entereza profesional (en últimas estas dos cosas en gestalt no se diferencian). Y entonces mencionó la frase que inicia esta entrada contándome cómo la repetían con frecuencia.

Escuchar esas palabras me generó escozor e impacto. Si no hay buenos terapeutas (o como lo entiendo yo, no importa que tan buenos sean) entonces ¿para que trabajo día a día?

Es inevitable entender el oficio del terapeuta como se entiende cualquier otro oficio en nuestra sociedad. Primero se estudia, luego se estudia un poco más, luego se practica y con el tiempo de práctica y estudio, pues uno se va volviendo “bueno”. Según lo bueno que se sea, se obtiene reconocimiento social y bienestar económico. Punto.

Sin embargo, yo ya vengo por un tiempo reflexionando acerca del rol del terapeuta. Tengo la fortuna de ser acompañante de procesos de formación en Gestalt y eso me impone revisar todos los días mi rol como profesor, formador, terapeuta y por supuesto, aquello que transmito a futuros terapeutas gestálticos y gestaltistas que formamos.

Así que pronto me di cuenta que el escozor tenía que ver con soltar el lugar tradicional de creer que mi trabajo pasa sobre todo por lo que yo haga y cuán bueno sea en ello y pasa más por el deseo ardiente que tiene la persona que viene al consultorio de trabajarse, sanarse, trascenderse.

Infinidad de veces me he encontrado con pacientes que como decía Fritz Perls, esperan que seamos magos que batimos nuestra varita mágica y los transformamos de sapos a príncipes. Esperan que la transacción consista en que haciendo un desembolso económico, el profesional en frente esté capacitado para curarlo de todos sus males y despojarlo de sus pesadillas. Como si fuéramos un pintor que pasa una capa de pintura blanca impoluta sobre las manchas negras y marrones de sus vidas.

Nuestro trabajo, creo yo, consiste fundamentalmente en intentar acompañar con presencia absoluta e interés indiscutido en el proceso del otro así como en tener la experiencia y entrenamiento en detectar sus modos habituales de evasión y poder frustrarlos. Una y otra vez. Más allá de eso, nuestra principal responsabilidad pasa por hacernos cargo de nuestros propios procesos y ser incansables en nuestra propia trascendencia.

El resto, todos los avances, los rompimientos, los pasos dados, dependen única y exclusivamente del paciente y de su deseo profundo de llegar a lugares nuevos en su vida. La hora de terapia a la semana, no es más que un lugar protegido de ensayo, un espacio que se presta para hacer conciencia y sumergirse en la mirada interior. La vida ocurre afuera del consultorio y sólo los que s e atreven a llevarse la conciencia alcanzada en consulta a su vida, tienen la posibilidad de alcanzar esos lugares tantas veces deseados y tan pocas veces conseguidos.

Así que creo que no somos tan importantes y trascendentales. El terapeuta que cree que en sus manos está la cura y redención de sus pacientes está equivocado. El que cree, desde un ego inflado, que tiene la santidad y maestría para solucionar e iluminar la vida de sus consultantes, cayó en la trampa del poder. Desde su necesidad de ser mirado y admirado, vende salvación y genera seguidores que lo miran como el mesías. Esto, por supuesto, lejos de ayudar al paciente a pararse sobre sus propios pies, genera en él una dependencia que se constituye en un elemento obstaculizador de sus procesos de vida. El terapeuta sigue en su falso pedestal y el paciente en una miseria aún más profunda de aquella con la que llegó.