¿Cuál es el rol del terapeuta? con mucha frecuencia me hago
esa pregunta. Y aunque la pregunta persiste, las respuestas abundan. Todas las
diferentes corrientes terapéuticas proponen una respuesta nueva y diferente.
Todas tienen una versión distinta de ese lugar en el que nos disponemos algunos
a ayudar a otros por profesión.
Todas las culturas tienen personas que se vuelven referentes
de ayuda y acompañamiento emocional, psíquico y espiritual. Ese ha sido el rol
de los chamanes en las culturas indígenas. Ese ha sido el rol de los sacerdotes
en nuestra cultura judeo-cristiana por muchos siglos
Siempre ha habido alguien a quien los seres humanos hemos
mirado con respeto, admiración y en quienes hemos delegado el poder de ser
portadores de la verdad, receptáculos de nuestra salvación y nuestro bienestar.
Hace ya más de 100 años, médicos e investigadores empezaron
a preguntarse por nuestro comportamiento desde la mirada del paradigma
científico y así empezaron a surgir atisbos de lo que más tarde llamaríamos
psicología.
Esta psicología, siguiendo los postulados de la medicina,
propondría el rol del terapeuta como el de un sabio, lleno de conocimientos
teóricos, racionalmente brillante y por supuesto, portador de la verdad y la
sanación. El paciente era entonces visto como un ser desconectado de sus
posibilidades, inválido ante el mundo y desesperado por una respuesta externa
que pudiera acallar su enfermedad y su angustia. Este fue el modelo imperante
hasta mediados del siglo pasado cuando, en medio de una época convulsionada y
un mundo destrozado por las bombas, algunos empezaron a preguntarse por la
humanidad y el inmenso potencial que tenemos. Como siempre, en medio de la
crisis más oscura y cuando la humanidad estaba en entredicho, surgieron
semillas de conciencia y redención espiritual.
Así surgió la psicología humanista acompañada de varios
otros movimientos que empezaron a promover una relación terapéutica basada en
principios revolucionarios para la época. El terapeuta no era ya un portador de
sabiduría y poder. Era un compañero de camino. Un acompañante del otro y de si
mismo. Un ser en proceso invitando a
otro ser a emprender el suyo.
La trampa del poder es profunda. En el rol que ocupamos es
muy fácil creer que somos enviados de Dios y redentores de la neurosis del
mundo. Los consultantes vendrán casi siempre con la expectativa de que los
salvemos. Los terapeutas podemos caer en intentar llenar esa expectativa y así
alimentar nuestro ego y reforzar nuestro personaje. Podemos bañarnos en las
mieles de la admiración e idolatría del otro. Creer que estamos iluminados y
que nuestra luz basta para que el otro se trascienda y se salve. Y es ahí que
fallamos. Mientras más alimentamos el ego, más nos alejamos de nuestra esencia.
Mientras más nos alejamos de nuestra esencia, más abandonamos al consultante.
Mientras más creemos que somos sus salvadores, más generamos en el otro
dependencia y sumisión. Mientras nosotros subimos al Olimpo, condenamos al otro
al infierno.
Nuestra gran responsabilidad es la coherencia. Ser
consecuentes con nuestro proceso y permanecer en la búsqueda de nuestro mundo
interior. Nuestro rol no es decir y hacer cosas que le salven la vida al otro o
se la arruinen si nos equivocamos. No tenemos tanto poder. Nuestro rol es
habitar nuestra realidad con conciencia plena y desde ahí invitar al otro a
hacer lo mismo. Invitarlo a emprender un camino que nosotros ya nos atrevimos a
emprender.
Yo por mi parte nado en esas aguas. Consulta tras consulta,
caigo en la tentación de mostrarme sabio y poderoso. En muchas de ellas caigo
en la tentación y abandono al consultante. Por suerte, cada vez logro estar
menos ahí.
Mientras más reflexiono acerca de este tema, más me doy
cuenta que no quiero ser más que un accidente en la vida de mis consultantes.
No quiero tener más protagonismo que ellos en su proceso. Quiero ser su
acompañante, quiero establecer un contacto empático, quiero dejarme tocar por
su historia pero no cargármela a la espalda. No quiero ser más que una mano en
su camino. No quiero ser más que la excusa para que el otro asuma su vida y se
atreva a liberarse de sus cadenas. No quiero ser más que una excusa sagrada.