“Si un individuo es capaz de amar productivamente, también se ama a
si mismo; mas si únicamente puede
amar a otros, no puede amar a nadie.”
Erich Fromm
Según la
Real Academia de la lengua Española, egoísmo es un “inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace
atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás.”
Esto concuerda de manera aproximada con la manera
en que entendemos el egoísmo en nuestra cultura. Dicho de otra forma, egoísmo
sería poner por delante de los intereses de los otros, los propios.
En la tradición judeo-cristiana, cómo expuso de
manera reiterada Calvino, cualquier señal de interés o preocupación por
nosotros mismos es viciosa y nos aleja de la virtud. En palabras suyas:
No nos pertenecemos. Por consiguiente, ni nuestra
razón ni nuestra voluntad deben predominar en nuestras reflexiones y acciones.
No nos pertenecemos; por lo tanto, no nos propongamos, como fin nuestro, el
buscar lo que pueda ser conveniente para nosotros de acuerdo con la carne. No
nos pertenecemos; y por eso olvidémonos de nosotros mismos y de todas nuestras
cosas en tanto sea posible. Nosotros, al contrario, pertenecemos a Dios;
vivamos y muramos por Él. Porque así como la peste más devastadora arruina a
los individuos si se obedecen a sí mismos, el único refugio de salvación
consiste en no conocer ni desear nada por uno mismo, sino guiado por Dios,
quien camina ante nosotros.
Aunque
Calvino murió en 1564, sus palabras generaron gran impacto en nuestro
inconsciente colectivo y todavía hoy son referente de abundantes ordenes del
catolicismo. Así, es común que nos sintamos culpables cuando anteponemos
nuestro interés particular al del prójimo y que este hecho tenga una mirada
negativa por parte de la sociedad. Lo positivo, lo deseable y lo “virtuoso” es
que demos todo lo que somos sin pensar en nadie más que en los otros.
Ahora
bien, desde la revolución industrial empezó a darse un fenómeno que nos ha ido
poniendo en un lugar opuesto y con esto ha incrementado lo niveles de confusión
en nuestra cultura. Cuando las máquinas empezaron a ahorrarnos energía
empezamos a tener tiempo para vivir. Esto, entre múltiples otros factores,
desató un exacerbado interés por nosotros mismo y nuestros intereses. Se empezó
a generar un individualismo que persiste hasta hoy. Ya no es el bien común el
que prima sobre el individual sino el individual el que prima sobre el común.
Aunque
aparentemente este movimiento obedece al precepto de querernos a nosotros
mismos como vía de felicidad, no ha ocurrido eso y, por el contrario, nos
encontramos más solos y en crisis que nunca. Nuestras relaciones con los otros
no funcionan como quisiéramos y no accedemos al tan ansiado bienestar y
felicidad.
Creímos
que en la medida que pudiéramos ser capaces de satisfacer nuestras necesidades
con objetos y comodidades materiales y nos diéramos gusto en TODO lo que
pudiéramos, estaríamos respetando nuestra individualidad y seríamos más
felices. No ha sido así.
¿Cómo
solucionar esta disyuntiva? Si no es lo uno o lo otro entonces, ¿qué es?
La
Gestalt y el humanismo en general proponen, efectivamente, una mirada
primordialmente del individuo hacía si mismo. Sin embargo entendemos que el
fracaso del sistema imperante en las sociedades industrializadas tiene que ver
con el reinado de un individualismo materialista que poco tiene que ver con la
propuesta humanista.
El
individualismo materialista promueve la felicidad desde la satisfacción de las
necesidades de nuestro ego. Es decir, llenando nuestras carencias con objetos,
posesiones y lujos. En lugar de hacernos cargo de nuestros vacíos los ocultamos
con satisfacciones pasajeras e impermanentes. Callamos a nuestro niño herido
con un dulce y esto lo hacemos tantas veces como sea necesario. Cuando nos
damos cuenta, esto se ha convertido en nuestra dinámica de vida y estamos
presos de nosotros mismos, infelices y con la carencia intacta.
Por eso,
nuestra propuesta no apunta al cuidado de nuestros propios egos sino de las
necesidades de nuestro ser esencial. Esa parte de nosotros que busca desarrollo y
evolución de conciencia. Ese lugar profundo que promueve sin cesar un
movimiento hacia delante. Ese espacio en el que somos nosotros mismos y no un
simple resultado de nuestras tristes circunstancias.
Pero
para atendernos, hace falta justamente tener la valentía de mirar hacia adentro
y averiguar qué necesitamos. Esa información no suele ser de fácil acceso y
requiere constancia y entrega. Enfrentarnos a nuestros miedos y mirarnos al
espejo. Una de las tareas más arduas.
La
recompensa es inmediata y se traduce en REAL bienestar y sensación de
realización. Cuando nos damos cuenta de lo que necesitamos desde nuestro YO
esencial y lo podemos atender, poco a poco vamos realizando nuestras metas
vitales. Y es ahí, y solo ahí, que tendremos suficiente para dar al mundo.
Así como
una teta no puede dar leche si la madre no se alimenta, nosotros no podemos dar
si no nos damos. La mirada es primero hacia adentro, la abundancia es del
mundo. Si me atiendo, atiendo. Si me cuido, cuido. Si me miro, miro.
Si
mirarnos primero y ponernos arriba en nuestra lista de prioridades es egoísmo,
bendito egoísmo.