martes, 22 de enero de 2013

LA EXCUSA SAGRADA


¿Cuál es el rol del terapeuta? con mucha frecuencia me hago esa pregunta. Y aunque la pregunta persiste, las respuestas abundan. Todas las diferentes corrientes terapéuticas proponen una respuesta nueva y diferente. Todas tienen una versión distinta de ese lugar en el que nos disponemos algunos a ayudar a otros por profesión.

Todas las culturas tienen personas que se vuelven referentes de ayuda y acompañamiento emocional, psíquico y espiritual. Ese ha sido el rol de los chamanes en las culturas indígenas. Ese ha sido el rol de los sacerdotes en nuestra cultura judeo-cristiana por muchos siglos

Siempre ha habido alguien a quien los seres humanos hemos mirado con respeto, admiración y en quienes hemos delegado el poder de ser portadores de la verdad, receptáculos de nuestra salvación y nuestro bienestar.

Hace ya más de 100 años, médicos e investigadores empezaron a preguntarse por nuestro comportamiento desde la mirada del paradigma científico y así empezaron a surgir atisbos de lo que más tarde llamaríamos psicología.

Esta psicología, siguiendo los postulados de la medicina, propondría el rol del terapeuta como el de un sabio, lleno de conocimientos teóricos, racionalmente brillante y por supuesto, portador de la verdad y la sanación. El paciente era entonces visto como un ser desconectado de sus posibilidades, inválido ante el mundo y desesperado por una respuesta externa que pudiera acallar su enfermedad y su angustia. Este fue el modelo imperante hasta mediados del siglo pasado cuando, en medio de una época convulsionada y un mundo destrozado por las bombas, algunos empezaron a preguntarse por la humanidad y el inmenso potencial que tenemos. Como siempre, en medio de la crisis más oscura y cuando la humanidad estaba en entredicho, surgieron semillas de conciencia y redención espiritual.

Así surgió la psicología humanista acompañada de varios otros movimientos que empezaron a promover una relación terapéutica basada en principios revolucionarios para la época. El terapeuta no era ya un portador de sabiduría y poder. Era un compañero de camino. Un acompañante del otro y de si mismo. Un ser en proceso  invitando a otro ser a emprender el suyo.

La trampa del poder es profunda. En el rol que ocupamos es muy fácil creer que somos enviados de Dios y redentores de la neurosis del mundo. Los consultantes vendrán casi siempre con la expectativa de que los salvemos. Los terapeutas podemos caer en intentar llenar esa expectativa y así alimentar nuestro ego y reforzar nuestro personaje. Podemos bañarnos en las mieles de la admiración e idolatría del otro. Creer que estamos iluminados y que nuestra luz basta para que el otro se trascienda y se salve. Y es ahí que fallamos. Mientras más alimentamos el ego, más nos alejamos de nuestra esencia. Mientras más nos alejamos de nuestra esencia, más abandonamos al consultante. Mientras más creemos que somos sus salvadores, más generamos en el otro dependencia y sumisión. Mientras nosotros subimos al Olimpo, condenamos al otro al infierno.

Nuestra gran responsabilidad es la coherencia. Ser consecuentes con nuestro proceso y permanecer en la búsqueda de nuestro mundo interior. Nuestro rol no es decir y hacer cosas que le salven la vida al otro o se la arruinen si nos equivocamos. No tenemos tanto poder. Nuestro rol es habitar nuestra realidad con conciencia plena y desde ahí invitar al otro a hacer lo mismo. Invitarlo a emprender un camino que nosotros ya nos atrevimos a emprender.

Yo por mi parte nado en esas aguas. Consulta tras consulta, caigo en la tentación de mostrarme sabio y poderoso. En muchas de ellas caigo en la tentación y abandono al consultante. Por suerte, cada vez logro estar menos ahí.

Mientras más reflexiono acerca de este tema, más me doy cuenta que no quiero ser más que un accidente en la vida de mis consultantes. No quiero tener más protagonismo que ellos en su proceso. Quiero ser su acompañante, quiero establecer un contacto empático, quiero dejarme tocar por su historia pero no cargármela a la espalda. No quiero ser más que una mano en su camino. No quiero ser más que la excusa para que el otro asuma su vida y se atreva a liberarse de sus cadenas. No quiero ser más que una excusa sagrada.